Desde que tengo uso de razón no ha habido verano en el que no viese como mi estimado pueblo, Lloret de Mar, no apareciera en televisión por una u otra razón que, en general, podría ser catalogada como no muy positiva para el que fuera -y es- un precioso paraje situado en el mismísimo comienzo de la Costa Brava (con permiso de Blanes). A pesar de algunos -supuestos- intentos de mejora, la cosa parece no mejorar en demasía. Pero no todo es malo. De hecho hay varias cosas interesantes en la localidad y sus alrededores que se les puede atribuir orgullosamente a sus habitantes.

Como ocurriera en la Galia, los hay que resisten ciertas políticas turísticas. Es el caso, en esta primera entrega lloretenca, del Restaurante Ca l’Enric, situado en la Avinguda Frederic Mistral, nº 8.

Recuerdo que un vecino mío en la localidad acostumbraba a decirme que lo mejor de Lloret había sido siempre el pan y el pollo. Lo del buen pan se extinguió hace ya tiempo con la llegada de la baguette de congelador industrial, pero el pollo resiste. Y esa es precisamente una de las grandes bazas de Ca l’Enric: un pollo a l’ast relleno de botifarra y especias a go-go que te convierte, cuanto menos, en invencible. La guarnición no se queda a un lado, sino que es protagonista en el plato. El manjar avícola viene acompañado de escalivada y patatas fritas (sí, ese producto gastronómico ninguneado por la alta cocina si no es en forma de patata brava).

Pero la cosa no se queda ahí, durante sus más de 30 años de existencia, en l’Enric han perfeccionado otra obra de arte de la cocina tradicional. Hagánse con una de sus escalopas (¿o escalopes?) de ternera rebozada y tendrán energía para ir andando hasta Sant Feliu de Guíxols y volver sin apenas despeinarse.

Lo dicho, aunque lo que aquí se escribe no vendría siendo el paradigma de la objetividad, créanme que no todo es malo. De hecho, si aún existe Ca l’Enric en plena forma será por algo. Lloret de Mar merece la pena, todo es cuestión de fijarse en los detalles.