Almería (Que no falte de ná!, segunda parte)
No sé si tiene que ver con la reciente visita de ilustres almerienses a la ciudad o bien con que me he topado con el borrador de la entrada con la misma fecha en la que la primera entrada fue publicada, pero la cosa es que, tras meses sin acabar de rematar la jugada, ya tocaba poner fin a lo grande de petarlo en Almería. Se dijo que se continuaría y a eso vamos, a cumplir con la palabra dada.
Por si no hay ganas de entrar a leer la primera parte, una breve sinopsis: festival en el Felipe de Carboneras, tapas estupendas en La Bien Pagá y remate mojamero en la Bodega Ajolí. Y a dormir, que la cosa no fue tontería y lo que estaba por venir era tremendo.
En la mismísima calle Altamira se encuentra el Café Altamira, en el que por un par de cañas frescas (de las que salvan insolaciones) cayó un ajoblanco con bonito y una racionaca de pincho moruno del que podría alimentarse media ciudad. Una maravilla de lugar no sólo por lo que se comió sino también por lo bien que nos trataron. Y eso que fue un momentín el que le dedicamos al garito, que si no de ahí no salíamos vivos.
A no mucho del Altamira, en Av. De Blas Infante, nº 63, se encuentra el Café Crifer, un auténtico punto de encuentro de los almerienses (o, al menos, eso pareció). Como en el caso anterior, está alejado del casco antiguo, pero merece mucho la pena alejarse. Especialmente cuando por un par de tintitos de verano en vasotubo te cae un pulpito frito y unas migas con sardinas que casi provocan que nos quedásemos allí y nos olvidásemos de volver al centro a por más juerga. Pero no fue así. Aún quedaba jaleo y había que participar de él, como buenos soldados del vermut que se precien.
No se va a negar que costó lo suyo salir de la terraza del Crífer, pero se consiguió a pesar de la agustera experimentada. Siguiente objetivo: la Taberna Postigo, en la Calle Guzmán s/n. Lo que nos atrajo hacia allí fue el olorcete a las brasas que contribuían a cocinar todo lo que allí se les ponía por delante. Así pues, cañeja p’al cuerpo y carnaca de la buena recién salida de la parilla que entró solita. Menos mal que ya íbamos llenos, que si no la matanza de Texas hubiese sido un cuento de Disney al lado de la carnicería que se hubiese protagonizado.
Sigamos para bingo: a pocos metros, de cabeza al Bar el Pescaíto, en calle Antonio Gonzalez Egea, nº 1. Como si de gente distinguida se tratase, copa de vino en mano, cazón en adobo (por aquello de decir que no sólo lo comemos en el Maians) y ensaladilla. Tanto uno como otro estaban ciertamente mejor de lo que parece en la foto. Debió ser por eso que duraron poco y menos encima en sus respectivos platos.
Entre caminata y caminata para bajar el importante contingente calórico que llevabámos encima, nos topamos con Casa Puga, en calle Jovellanos, nº 7. Quizá no sería la especialidad de la casa, pero cayó un queso a la plancha que ya sólo por lo curioso del plato valió la pena entrar. Lo otro era un buen cacho de carne mechada delicioso, pero vaya usted a saber dónde andará la foto. Era la última y para casa. Ya se había abusado lo suficiente.
Último día. Tocaba coger fuerzas para afrontar los casi 800 km que nos esperaban de vuelta. Para ello, echamos mano de un buen desayuno en una de las cafeterías almerienses más concurridas y célebres: el Habana Cristal, en calle Altamira, nº 60. Un local precioso que se disfrutó -más aún- gracias unas porras y un mollete con mantequilla. Para qué negarlo, no me había costado tanto volver de una ruta gastronómico-festiva desde que en el 2001 pisé por primera vez Donostia. Y eso que lo de la capital guipuzoana es de traca.
No están todos los que son, ni mucho menos. Pero aquí hay algo de Almería que a quien os escribe le sirve de motivo suficiente para volver. Y petarlo, nada más faltaba.
¡Que aproveche!
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